Jeremías 4:11-12, 22-28; 1 Timoteo 1:12-17; Salmo 14; Lucas 15:1-10
Decimocuarto Domingo después de Pentecostés – Propio 19 – 14 de septiembre de 2025
“Este recibe a los pecadores y come con ellos” (Lucas 15:1-10). Eso es lo que dijeron los fariseos y escribas sobre Jesús. ¿Qué te parece? ¿Qué percibes en esas palabras? ¿Son palabras de queja y desacuerdo o de esperanza e invitación?
En cierto sentido, las palabras de los fariseos y escribas son simplemente una constatación de un hecho. Eso fue lo que hizo Jesús. Comió con publicanos y personas pecadoras. No solo Lucas nos lo dice, sino también Mateo y Marcos. En otro sentido, son una acusación, una condena y un juicio. A los ojos y en las palabras de los fariseos y escribas, Jesús es culpable de violar la ley y las normas sociales de la época. Sin embargo, en el fondo, sus palabras son, irónicamente, una declaración del evangelio. Acaban de anunciar la buena noticia. Jesús no solo acoge a las personas pecadoras, sino que también come con ellas. Porque comer con ellas significa que hay relación y aceptación. Jesús se ha alineado con ellas. Está de su lado.
Lucas nos dice que los «publicanos y pecadores» se acercaban a Jesús. Pero, ¿cuál fue la reacción de los líderes religiosos? Quejas. Lamentarse. «Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos».
Seamos personas honestas. La religión respetable siempre ha tenido problemas con las personas inapropiadas que se acercan demasiado. Las iglesias de hoy todavía se preguntan: ¿Tienen cabida aquí? Las personas usuarias de drogas. Las indocumentadas. Las que no tiene hogar. Las que son gay, lesbianas, trans. Las que estuvieron en prisión. Y Jesús responde, no con un argumento, sino con una historia.
Primera historia: el pastor deja 99 ovejas en plena naturaleza para perseguir a una sola. Sin embargo, desde cualquier punto de vista, eso es una tontería. Arriesgar las 99 por una sola no es buena administración. Pero ese es el punto: Dios no es un administrador. Dios es un amante. Y las personas amantes son imprudentes. Segunda historia: una mujer revuelve toda su casa para encontrar una moneda. Enciende una lámpara, barre el suelo, escarba en cada rincón oscuro. La comunidad del reino de Dios es como una persona de rodillas, buscando en el polvo hasta encontrar lo valioso.
Hermanas y hermanos, aquí está el argumento radical: el amor de Dios no es eficiente. El amor de Dios no calcula ganancias ni pérdidas. El amor de Dios es derrochador, terco e irrazonable.
Y si Dios está dispuesta a arriesgarlo todo por una sola alma perdida, ¿cómo nos atrevemos a construir iglesias que solo acogen a las personas seguras, las limpias y las respetables?
En esta búsqueda imprudente de Dios, encontramos un mensaje de esperanza en Jeremías 4:11-12, 22-28. Incluso cuando soplan vientos de juicio y la tierra tiembla bajo el peso del quebrantamiento, Dios no ha terminado con la creación ni con nosotr@s. Las duras imágenes de Jeremías nos recuerdan que el pecado trae caos y vacío, pero también señalan el profundo deseo de Dios de transformación. El Dios que permite la tormenta es el mismo Dios que la calma. La palabra positiva es esta: nuestros fracasos no son la última palabra. Incluso cuando parece que el mundo se derrumba, Dios está preparando el terreno para la renovación.
Además, en 1 Timoteo 1:12-17 encontramos un testimonio de la asombrosa gracia de Dios. Pablo recuerda quién fue una vez: violento, terco, incluso enemigo de Cristo; sin embargo, Dios lo eligió, lo perdonó y le confió el ministerio. En lugar de vergüenza, Pablo se llena de gratitud: «Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me fortaleció… la gracia de nuestro Señor se derramó sobre mí abundantemente». La buena noticia es esta: nadie está fuera del alcance del amor de Dios.
La economía de Dios no es como nuestro capitalismo salvaje, en la economía de Dios, nadie es desechable. Ni la persona usuaria de drogas, ni la persona migrante, ni la persona encarcelada, ni la persona a la que temes o desprecias.
Las parábolas terminan en alegría: fiestas, música, baile. El cielo mismo celebra cuando se encuentra lo perdido. Eso significa que la comunidad del reino de Dios no se parece a una reunión de la junta directiva sino más bien a una fiesta de barrio. Menos a una urbanización cerrada y más a una pista de baile abierta a todo el vecindario. Así que, iglesia, el reto es claro: ¿Nos uniremos a Jesús en su búsqueda incansable?
¿Revolucionaremos nuestras iglesias, barreremos el polvo, encenderemos las lámparas y buscaremos en cada rincón oscuro de nuestra sociedad a las personas olvidadas y marginadas? Porque si no vamos en busca de lo perdido, quizás seamos nosotras o nosotras los que estemos perdidos.
La buena noticia es que Jesús sigue buscando. Jesús sigue llamando. Y cuando Jesús nos encuentra —en suciedad, con heridas, errantes—, Jesús no nos regaña. Jesús se regocija. Jesús celebra una fiesta. Amigos y amigas, ese es el evangelio radical: Vale la pena el riesgo. Vale la pena la búsqueda. Vale la pena la fiesta. La búsqueda incansable de Jesus es un paradigma para nuestros discipulados y para nuestra manera de edificar iglesias. Amén y Ashé.
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También puedes leer todos los sermones del Padre Luis Barrios en la sección de Sermones.